En el siglo XVII, Claude Bernald, quien publica “Introducción al Estudio de la Medicina Experimental” (1865), enfatizó el ejercicio de la medicina centrado en la materia en sus diferentes unidades de análisis, apoyado en la medida de los fenómenos, en la experimentación, y desligándola de la realidad social, de las dimensiones subjetivas del hombre; porque estas cualidades, decía Bernald, no tienen nada que ver con la ciencia. Estas creencias dualistas, mecanicistas, se mantienen aún en nuestros días, de tal manera que la formación académica de los profesionales que se orientan al estudio del hombre como realidad física, biológica, se realiza en las Facultades de Medicina y los que lo estudian como una realidad humana, prescindiendo del cuerpo, se forman en las Facultades de Humanidades.

En este siglo hemos observado y experimentado las consecuencias de este paradigma: hablar de salud es referirse en términos operativos, concretos, a la ausencia de enfermedad, reducida estrictamente al ámbito individual, al espacio clínico hospitalario, al cuidado del cuerpo que padece, centrado en el estudio y combate de la patología, tal como ha sido considerada tradicionalmente por la medicina curativa, con un marco de referencia biomédico, reduccionista, anatomoclínico. En este pragmático espacio no tienen cabida las realizaciones cotidianas del hombre, su condición intrínsecamente social, ni su mundo interno, poblado de subjetividad, fantasía, sueños y creencias.

A partir de los años 70 se ha acumulado un gran volumen de investigaciones que demuestran la interacción entre los diferentes sistemas y situaciones vitales humanas que se traducen en una amplia gama de componentes bioquímicos y celulares del sistema inmunológico que pueden ser alterados por situaciones vivenciales de las personas en la gestión de sus vidas, en el libre juego con sus emociones o, como se denomina técnicamente: eventos estresantes y la forma de afrontarlos, ya que implican un aumento en las demandas al individuo y, frecuentemente, conducen a distonías neurovegetativas.

Por ejemplo, se ha demostrado que, frente a un evento estresante, particularmente si éste es vivido como amenaza, daño o pérdida (Lazarus y Folkman 1986) y acompañado de una reacción emocional de: ansiedad, depresión, angustia y desesperanza, sin la posibilidad de un afrontamiento del evento estresante por imposibilidad de control, unido a un pobre manejo de las emociones; se activa el eje hipotálamo–pituitaria–adrenal (eje HPA) que conduce a la liberación de cortisol y catecolaminas en las glándulas suprarenales que son fuertes supresores de la respuesta inmune (Manuck y col., 1990; Stein, Miller y Trustman, 1991; Dhabthar, F.S. 1998). 

Las evidencias clínicas y experimentales dejan claro que todos los sistemas del cuerpo humano y su psique componen una “persona”, que actúa como una totalidad compleja, donde la interrelación es absoluta y donde las partes tienen su visión y análisis dentro de la “suma” y no en independencia. Desde esta visión no podemos concebir la enfermedad como un accidente fortuito, o la “quema de un fusible que hay que cambiar” y que irrumpe en nuestra vida, sino más bien como una manifestación de un desequilibrio del ser humano en su totalidad, con todos sus condicionantes: afectivos, existenciales, sociales, dietéticos, conductuales, bioquímicos, constitucionales, etc. 

Es indudable que el afianzamiento del modelo tecno-médico, apoyado en un enfoque reduccionista, se resiste a cambiar su mirada restringida a la ausencia de enfermedad como mercancía, que le ha permitido el desarrollo de una industria altamente sofisticada y un mercado farmacológico cada vez más poderoso que moviliza millones de dólares anuales en el gran negocio de la enfermedad. Esta realidad tecno-mercantil de generación de capitales por medio de la enfermedad ha distorsionado la producción de medicamentos por la sed de lucro, hasta el punto que… ”La O.M.S. ha señalado que con sólo 250 productos esenciales se podría atender la gran mayoría de los problemas médico-sanitarios de cualquier país”… (Bracho F. 1992). Sin embargo, hay más de 50 mil medicamentos disponibles.

Evidentemente, apreciado lector, el reflexionar en este concepto humano y holístico de la salud hace que cualquier persona con sentido común, libre de “las ataduras” del paradigma de la medicina mecanicista, se plantee seriamente lo sensato o inteligente de la manera de construir todo el sistema sanitario moderno. Obviamente reconozco los logros y la necesidad de una medicina institucionalizada como base para dispensar asistencia primaria, medicina de urgencia, cirugía, etc. No podemos poner en duda la vocación ni la eficacia, de aquellos que, aun trabajando en este modelo reduccionista, son auténticos profesionales de la salud, que se preocupan por “la persona” que les consulta, y que tratan de utilizar su pericia y años de formación en la realización de un buen trabajo. Y aunque esto cada vez es más escaso “haberlos haylos”, pero siguen siendo “tuertos”, en su mayoría, por “no ver” al paciente en su globalidad, tratarlo como tal o, como dice el Dr. Seignalet, por no disponer de una cultura de la salud más amplia, que simplemente la convencional. 

En medio de los planteamientos más encorsetados surgen en ocasiones visiones más revolucionarias, ya que combinan la visión integral e integradora con los argumentos científicos que respaldan la necesidad de comprender a cabalidad la interrelación entre órganos y sistemas, entendiendo al ser humano en su totalidad y globalidad. Entre estas visiones revolucionarias, destaca la Psiconeuroinmunoendocrinología. 

 

Autor: 

Felipe Hernández Ramos

Fundador y Director del Instituto de Nutrición Celular Activa

Director de la Escuela Virtual de Salutogénesis Integrativa