En la antigüedad, las artes médicas, más que una ciencia, eran a menudo una fusión de supersticiones y ritos religiosos. La obra The Epic of Medicine (La epopeya de la medicina), editada por el doctor Felix Marti-Ibañez, dice: “En la lucha contra la enfermedad […], los mesopotámicos recurrían a una mezcla de medicina y religión, pues consideraban las dolencias un castigo de los dioses”. La medicina egipcia, poco después, también se fundaba en la religión. De ahí que desde el mismo principio a los terapeutas se les profesara admiración religiosa.

El doctor Thomas A. Preston, autor del libro The Clay Pedestal (El pedestal de arcilla), observa: “Muchas de las creencias ancestrales dejaron en la práctica médica una impronta que perdura hasta hoy. Una de ellas consistía en que el paciente no ejercía control sobre la dolencia, y, por tanto, la única posibilidad de recuperación residía en la intervención mágica del médico”.

Hipócrates (460 – 400 a C.) fue uno de los primeros en reconocer la relación entre la dieta y la salud. Sus enseñanzas establecieron el fundamento de la medicina científica, al rechazar la superstición y el concepto de que la enfermedad era un “castigo divino”. En esencia promulgó que la dieta y el estilo de vida constituían la base de la salud y que para tratar al paciente con éxito había que conocer bien la naturaleza de la dolencia y prescribir la terapia apropiada. Es curioso observar que la actual “medicina oficial” no concede a la dietética el rol que se merece en la salud y enfermedad, y en muchas ocasiones más que preocuparse de la “naturaleza de la enfermedad” (la etiología) se centra en la sintomatología. Afortunadamente esta característica va cambiando y cada vez hay más clínicos que también se preocupan de la investigación, procurando tener una cultura de la salud más amplia, incidiendo también en los factores medioambientales, incluida la dieta.

Pedanios Dioscorides (siglo I a C.) escribe lo que se ha llamado la primera Materia médica. Este médico griego, que sirvió en las legiones romanas se especializó en el uso de las plantas medicinales. Algunas de sus fórmulas, estudiadas actualmente, son consideradas de incuestionable valor terapéutico.

Galeno (siglo II a C.), otro médico griego, codificó la medicina herbal en más de una docena de textos. De hecho, compuso un tratado de anatomía basado en disecciones de animales y seres humanos que sirvió de punto de referencia por siglos.

Andreas Vesalio (Bruselas, 1514) escribió la obra Siete libros sobre la estructura del cuerpo humano, la cual, pese a la oposición que suscitó por contradecir muchas de las conclusiones de Galeno, estableció los fundamentos de la anatomía moderna. Según el libro Die Grossen (Los grandes genios), Vesalio se convirtió así en “una de las figuras universales más relevantes de la investigación médica de todos los tiempos”.

Finalmente, también fueron refutadas las teorías galénicas sobre el corazón y la circulación de la sangre. William Harvey, médico inglés, dedicó años a la disección de mamíferos y aves. Observó el funcionamiento de las válvulas cardíacas y calculó tanto el volumen sanguíneo ventricular como el circulante. En 1628 publicó sus descubrimientos en la obra titulada Ensayo anatómico sobre el movimiento del corazón y de la sangre en los animales. Aunque fue objeto de críticas, oposición, ataques e insultos, su obra marcó un hito en la medicina: se había descubierto el aparato circulatorio.

Al mismo tiempo, en otras culturas y continentes, se venían desarrollando desde hacía milenios otras medicinas tradicionales, ahora pudiéramos llamarlas ancestrales, ya que han perdurado hasta hoy. Entre las más representativas la Medicina Tradicional China y la Medicina Ayurvédica. Estas medicinas orientales tenían un concepto de salud global y la farmacopea extraída de plantas era solo una herramienta entre otras como la corrección alimentaria (especialmente en el Ayurveda donde cada alimento puede tener un efecto según el terreno del individuo), las técnicas manuales (masaje, acupuntura, etc) y otras. En cualquier caso estas medicinas ancestrales han sabido mantener el sentido de la globalidad a la hora de tratar al enfermo, dando importancia a la energía interior que canaliza todo aspecto vital: bioquímico, fisiológico, anímico, etc.

En occidente, por otro lado, la medicina tendía más al pragmatismo y al “arsenal terapéutico” configurando un “vademécum” por especialidades, fruto de la influencia de la farmacopea de los médicos griegos. En el siglo XlX, los médicos y farmacéuticos de occidente, aprendían botánica y muchas veces ellos mismos preparaban los compuestos vegetales para sus pacientes. Todavía se conservaba mucha de la implicación personal y afectiva en la manufactura de estas fórmulas, que eran recomendadas por el “médico de familia” al que no le habían enseñado que “no hay que involucrarse sentimentalmente con los pacientes, para mantener la objetividad”, y por tanto, era médico no solo del cuerpo, sino también del espíritu (las emociones, los sentimientos…).

El francés Louis Pasteur empleó vacunas para luchar contra la rabia y el ántrax. Fue el teórico del modelo germinal, por el que los gérmenes son un factor determinante en el origen de las infecciones. En 1882, Robert Koch aisló el bacilo causante de la tuberculosis, enfermedad calificada por un historiador como ‘la mayor asesina del siglo XIX’. Un año después, Koch hizo lo propio con la bacteria del cólera. “Los trabajos de Pasteur y de Koch fueron el preludio de la microbiología y abrieron el camino a los avances en el campo de la inmunología, la sanidad y la higiene, los cuales han contribuido a prolongar la esperanza de vida de la raza humana más que cualquier otro adelanto científico en los últimos mil años”, afirma la revista Life. Sin embargo, quiero hacer notar que el propio Pasteur reconoció, al final de sus días, que el terreno biológico del paciente (anfitrión) es más importante que el virus (huésped), ya que este será más o menos agresivo, e incluso inocuo, dependiendo de la fortaleza del sistema inmunológico y el estado general del individuo con el que entra en contacto.

El gran avance del conocimiento científico en campos como la biología, la química o la microbiología contribuyó a la proliferación de especialistas, que profundizaban en los conocimientos técnicos de determinados aspectos de la medicina, pero que desconocían el poder de los factores psicológicos en los mecanismos de la salud y la enfermedad (Matarazzo, 1994). Es decir, la relación médico paciente (caracterizada por la empatía, la comprensión y la actitud cuidadora hacia la persona enferma) cada vez contaba con menos prestigio, a pesar de haber sido un componente integral y terapéuticamente necesario en la práctica de la medicina de antaño, cuando los profesionales tan solo contaban con algunos medicamentos para tratar a los pacientes.

En este nuevo contexto científico, inspirado en el dualismo mente-cuerpo, surgió el modelo biomédico, que entendía la enfermedad como un fallo de algún elemento de la máquina (cuerpo) y, como consecuencia, concebía el trabajo del médico como el de un mecánico: diagnosticar el fallo y reparar la maquinaria. Es decir, la salud y la enfermedad pasaron a ser vistas como una cuestión meramente bioquímica, omitiéndose la importancia de los factores sociales o psicológicos.

Lejos de mostrar preocupación por estas debilidades, la sociedad occidental de la época continuó apoyando el imparable avance científico-técnico. A mitad del siglo XIX surgió una nueva teoría que revolucionó la concepción del origen del ser humano. Charles Darwin planteó una explicación científica del origen del

ser humano a partir de la evolución de las especies, dudando así de la explicación divina que había sido aceptada prácticamente de manera generalizada hasta el momento. Fue así aumentando el orgullo y la ilusión por la modernidad y por el éxito del avance tecnológico, científico e industrial. De hecho, cada

vez se planteaba más claramente el ideal de ser humano capaz, gracias a sus nuevas herramientas tecnológicas, de eliminar todos los problemas y defectos de la sociedad. Este ideal, ya ciertamente llevado a extremo, incluso planteó la posibilidad de producir seres humanos perfectos con la ayuda de la ciencia y el control genético, tal y como defendió precisamente el primo de Charles Darwin, Francis Galton, con su proyecto de eugenesia. Como explica Bauman (1989), fueron estos ideales eugenésicos los que, en la segunda década del siglo XX, fueron llevados al extremo por la ideología nazi, que alcanzó el poder en Alemania gracias al Partido Nacional Socialista Alemán.

Un cambio profundo llegó cuando la industria farmacéutica asumió el control en la producción de fármacos sintéticos, que irían relegando a un lugar simbólico el uso de compuestos terapéuticos naturales. Eran miles y miles el número de fármacos sintéticos que cada década se producían (y se producen). El interés científico por la botánica médica se vio interrumpido.
Ahora cada fármaco era concebido como un arma dirigida a una enfermedad específica o a un órgano diana, a diferencia de muchos preparados naturales utilizados durante siglos que tenían una acción más global, sobre órganos y sistemas
(estimular la inmunidad, reducir la fatiga, mejorar los trastornos respiratorios, los problemas digestivos, etc). Es decir, la industria farmacéutica se convirtió en el paladín de esa visión reduccionista y dual: salud/enfermedad = enfermedad/fármaco.